Días atrás escuché una frase que me pareció genial:
“Cortar una relación con alguien no es como cortar papel”
Y es así… Es difícil terminar una relación. Es difícil aceptarlo. Inclusive a veces pasa que la aceptación de que todo terminó no se da en forma coordinada. Uno siente que todo está mas o menos bien y el otro hace rato que salió volando por la ventana del desamor.
Una vez que tomamos conciencia de que las cosas no dan para más. De que la rutina mató al amor. Que lo que antes me parecía divino ahora me resulta insoportable. De que las pequeñas traiciones se han transformado en heridas que no cicatrizan. Cuando vernos la cara cada día es un desafío con resultados inciertos. Cuando todo eso (y más) sucede, entonces, hay que hablar y tomar decisiones.
Hay oportunidades en que esos díalogos son batallas verbales cargadas de agresiones y pasadas de factura inútiles. Nos enojamos. Nos negamos a encontrar una salida razonable. Además, después está toda la historia de decidir cómo resolveremos las cuestiones que uno acumula en una relación. Y todo se va transformando en un gran lío que nos tiene un tiempo con los ojos tristes, la sonrisa escasa y el ánimo por el piso.
Pero cuando las cosas se van encaminando. Cuando ya no miramos los dos en el mismo sentido, si no uno para cada lado, los corazones acusan daños diversos. Hay quien queda más dolido que el otro. Seguramente el que sintió haber amado más o que nunca traicionó. Puede quedar también la sensación de haber perdido algo irrecuperable. Algo que nunca más podremos volver a tener.
Pero al fin, viene el alivio, el alma se torna liviana. Vamos juntando los pedazos y componiéndola.
Al fin y al cabo, esto es la vida.

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